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En un espacio aparentemente bucólico, un secreto se revela, accidental, espontáneamente. Al volver de una cabalgata, Jorgelina nota una mancha de sangre en la montura. Y otra mancha en el pantalón de Mario. Mario no sabe qué decir. No sabe por qué, pero él no es como los demás. Jorgelina a partir de este descubrimiento lo acompañará en el camino de aceptación de su sexualidad.
Una revelación que en lugar de separarlos los unirá más de lo imaginado…
‘La Boyita era una casa rodante que tenia la mágica capacidad de flotar, una especie de anfibio doméstico. Desde que mis padres la compraron, yo imaginaba aventuras en ríos y bosques, pero la Boyita fue juntando polvo y juguetes, estacionada en el fondo de nuestro patio, se convirtió en escenario de juegos y confesiones.
Un verano todo cambió: mis padres se separaron, mi hermana mayor entró en la adolescencia, cerrándome la puerta del baño, mudándose de cuarto reclamando privacidad, una palabra desconocida hasta entonces, que sonaba a exclusión y a soledad.
Ante la humillante perspectiva de unas vacaciones en Gesell en las que seria la colita del olimpo adolescente, decidí irme al campo con mi padre, en busca de Mario, el hijo de los peones.
Pero Mario también estaba pasando por una transformación, bastante más excepcional que la de mi hermana. El no era un chico como los demás y ese descubrimiento en lugar de separarnos, nos unió. Entre siestas, cabalgatas y visitas al tajamar, nos asomamos, desprejuiciados y curiosos, a los misterios de la sexualidad, descubriendo una realidad que los adultos no se atrevían a enfrentar.
Aquel verano, El último verano de la Boyita, supe que el mundo era mucho más complejo, confuso y fascinante de lo que creía. Aprendí el poder reparador del amor y la aceptación, el valor de la privacidad. Y supe que La Boyita ya no sería nido ni refugio, supe que estaba transitando el fin de la infancia’.