El Orgullo hace mucho ruido. Esa es la conclusión a la que ha llegado el Ayuntamiento de Madrid que, obviando otras estridencias acústicas, ha preferido multar a la que, desde hace unos años, se ha convertido en la fiesta insignia de la capital.
El ruido, en este caso, se presupone mucho más molesto que el procedente de otro tipo de eventos y celebraciones. Está claro que los macroencuentros papales, las celebraciones futbolísticas y los desfiles y despligues de banderas multitudinarios son actos silenciosos que, para nada, alteran la vida de los madrileños.
La celebración del Orgullo, sin embargo, da voz a un colectivo que no figura entre los predilectos de nuestro Ayuntamiento, donde se prefiere otro tipo de eventos en los que la reivindicación LGTB no suene con tanta intensidad. Ese, supongo, es el verdadero ruido que ha sido objeto de su multa: el ruido de la aceptación, del júbilo, de la celebración colectiva de una libertad que nos ha costado mucho conseguir. Años, décadas y generaciones de oscuridad que no podemos olvidar –ni silenciar- a pesar de que la homofobia institucional pretenda que sí lo hagamos.
Quienes lucharon por la libertad de la que hoy disfrutamos no se merecen la traición de la desidia, sino nuestra acción y nuestro compromiso’
Ruido, sí, ruido de cuerpos, de voces, de gestos, de miradas, de palabras. Ruido porque se invade la calle con el color de una visibilidad que aún estamos lejos de ejercer y vivir. Una normalidad que protegen nuestras leyes -a pesar de que el PP, con su bochornoso recurso, pretendiese retirarlas-, pero que todavía debe construirse en el día a día. Tras esas jornadas de exaltación de todas las formas de amor, se restaura el orden tristemente establecido. El de los que temen represalias en sus trabajos si declaran abiertamente su homosexualidad, el de los alumnos que sufren bullying por su condición, el de los armarios que vuelven a cerrarse porque no todo es tan libre ni tan natural como ese Orgullo que se convierte, solo unas horas después de su existencia, en lejano espejismo.
Por eso siempre he defendido que las auténticas carrozas no son las del desfile, sino aquellas a las que nos subimos cada día. La piel bajo la que vivimos nuestra identidad y que constituye, en última instancia, la única arma posible. Esa visibilidad sí que tiene que ser estruendosa. En su naturalidad y en su transparencia: nada provoca tanto miedo en quienes practican el odio como la verdad y la coherencia.
Este año solo ha sido una multa pero, quién sabe, puede que más adelante nos encontremos con una prohibición’
Y su miedo debe de ser atroz cuando prefieren condenar al ostracismo a una fiesta que, como el Orgullo, deja tanto dinero en nuestra ciudad. Si sus ansias económicas -capaces de recortar todo lo que no debería ser recortable- se desvanecen ante un evento tan rentable como este, es que su relevancia pone en jaque sus prejuicios, los mismos que les han llevado a proponer soluciones tan dispares como alejar el desfile del centro de la ciudad y situarlo en algún lugar periférico y, a ser posible, inaccesible, un nuevo gueto donde la reivindación sea menos multitudinaria y, sobre todo, menos evidente.
Este año solo ha sido una multa pero, quién sabe, puede que más adelante nos encontremos con una prohibición. Todo dependerá de si seguimos recibiendo sus ataques con pasividad -e incluso cayendo en el tramposo juego de creernos sus argumentos- o si combatimos con beligerancia y devolvemos al Orgullo el auténtico sentido que siempre tuvo.
Quienes lucharon por la libertad de la que hoy disfrutamos no se merecen la traición de la desidia, sino nuestra acción y nuestro compromiso. Y, por supuesto, nuestro ruido.